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A la Sagrada Majestad de la VERDAD

Thomas Taylor

lunes, 25 de mayo de 2009

‘LAS LLAMAS QUE ILUMINAN LOS SIGLOS’ GIORDANO BRUNO


Lorenzo Borges, (M.S.T., 1901-1967)
Tomado de “O Teosofista”, 1983, revista de la S.T. en Brasil.
Traducción de Julia de Martínez y José Contreras, Logia Blavatsky, Bogotá


El martirio de Giordano Bruno, el grande y abnegado pensador en quien hasta los adversarios reconocían como ‘uno de los más excelentes y raros ingenios, de admirable doctrina y saber’, mereció de los cronistas de los ‘Avisos’ de Roma, dos registros que documentan una época:

‘Sábado, 12 de febrero de 1.600. Hoy pensábamos asistir a una solemnísima justicia, que no se sabe porqué fue postergada, de un Dominico de Nola, herético obstinadísimo, a quien el día jueves, en casa del Cardenal Madruccio, sentenciaron como autor de varias opiniones exageradas en las cuales se mostró muy persistente, y así todavía está, a pesar de que diariamente iban los teólogos a hablar con él... Si Dios no lo ayuda, desea morir en la obstinación y ser quemado vivo.’

‘Sábado, 19 de febrero: el jueves por la mañana en el Campo de Fiori, fue quemado vivo aquel fraile criminal Dominicano de Nola, de quien ya hablamos. Hereje obstinadísimo, teniendo por capricho formar diversos dogmas contra nuestra fe, y en particular contra la Santísima Virgen y los Santos, quiso irreductiblemente morir el criminal en esos dogmas; y decía que moría mártir y voluntariamente y que su alma subiría al paraíso con el humo. Y ahora estará viendo si decía la verdad.”

‘Obstinación ciega y criminal’, es el concepto de los dominadores del siglo sobre el sacrificio del excelso filósofo, que prefirió morir como vivió, cual una llama viva, para esparcir a su alrededor el resplandor sereno del conocimiento y de la comprensión.

Al servicio de la verdad recorrería Europa ¾ en una época convulsionada por las guerras religiosas resultantes de la Reforma, y en la cual apenas se veían los primeros indicios del alborear de la ciencia ¾ buscando despertar en todos la vida interior, esa ‘luz sobrenatural’, necesaria a la ‘más alta contemplación que se eleva por encima de la naturaleza’ y, que según afirma, distingue al mero teólogo creyente del verdadero filósofo.

En sus libros, como en las enseñanzas orales promulgadas en todos los centros cultos de entonces, Bruno condensó las dos grandes corrientes esotéricas de la Edad Media ¾ la filosofía neoplatónica, de la cual habían sido exponentes Marsilio Ficcino y Nicolás de Cusa, y el hermetismo alquímico de Raimundo Lulio. Las resumió y unió en un vibrante mensaje de renovación espiritual, que luego se unió a las posteriores teorías heliocéntricas de Copérnico. Así no sólo preparó el camino para la ciencia de nuestros días, sino que procuró establecer en un conocimiento verdaderamente racional los cimientos del mundo moderno que por entonces comenzaban a colocarse.

Él mismo definió el ideal de su vida para la posteridad al referirse a ese “algo que me enamora, aquello por lo que soy libre, aunque en dependencia, contento en medio del sufrimiento, rico en la necesidad y vivo en la muerte. De ahí no retrocedo, cansados los pies del arduo caminar... Hablando y escribiendo, no lucho por amor a la victoria en sí misma... sino es por amor a la verdadera sabiduría y al estudio de la verdadera contemplación que me esfuerzo, me crucifico y me atormento.” Con razón dice al respecto la señora Annie Besant: ‘Fue en vano que el Vaticano colocara sus libros en el INDICE. Sus pensamientos volaron a la inmortalidad y ahora se están propagando por el mundo: son la TEOSOFÍA.’

Un estudio atento de sus obras demuestra que Bruno promulgaba con la imprecisa terminología filosófica de la época, pero más claramente expresada, las principales enseñanzas teosóficas que hoy divulgamos. Y solamente el conocimiento de la Teosofía puede explicar las muchas contradicciones aparentes de su vida y sus escritos que tanto desorientan a sus biógrafos. Es la clave de su actitud equidistante entre la Iglesia y las Sectas Reformadas, y de la comprensión y simpatía con que considera los dos partidos sin ahorrarse críticas candentes. Es también la razón del contraste entre su punto de vista conciliador y tolerante al confrontar la Inquisición en Venecia y el Sínodo Calvinista en Ginebra, cuando aún no se le había condenado a la tortura y a la muerte. Y una vez que existe esta doble amenaza ¾ tortura y muerte ¾ su NO sometimiento al Santo Oficio en Roma.

A la luz de este criterio comprendemos mejor la actitud diferente con que encararon la Inquisición en Roma esos dos grandes pensadores que fueron Bruno y Galileo. El sabio, aunque manteniendo su convicción ¾ ‘Y sin embargo se mueve’ ¾ aceptó las exigencias que le fueron impuestas por el ansia de ganar tiempo para proseguir sus investigaciones. Para Bruno el problema era diferente: conciliador y tolerante en todo lo relacionado con las prácticas del Catolicismo, se mostró intransigente con las doctrinas que eran el meollo de su filosofía.

Su muerte selló así su obra de apóstol de la verdad, reafirmando la grandeza del ideal al que sirvió. De ahí la serenidad de su afirmación de que moría ‘mártir y voluntariamente’, y su exclamación de condenado a muerte: ‘Teméis más al leer mi sentencia que yo al oírla’.

Después de seis años de mazmorra y de constante asedio, los inquisidores resolvieron que sólo le sería exigida la retractación de ocho enseñanzas extraídas de sus obras. ¿Cuáles fueron esas ocho enseñanzas? Nunca fue divulgado el secreto, y aun hoy se guarda celosamente por la Iglesia interesada en que el mundo no sepa exactamente por cuáles ideas dio su vida el filósofo. Lo que se sabe proviene de dos decretos del Tribunal anteriores un año a su condenación y cuyo texto pudo ser copiado con ocasión de la Revolución Romana de 1.849. De ellos consta la exigencia de retractación cuando apenas fueron oídas las ocho proposiciones recogidas de sus obras y la declaración de que esas proposiciones eran ‘en verdad heréticas, no porque hoy la Iglesia las haya declarado como tales, sino porque siempre las consideraron así los antiguos padres y la Fe apostólica’. En otras palabras, los ocho puntos fatídicos no se referían a las cuestiones teológicas de la época de Bruno sino a otras que se remontaban a los orígenes del cristianismo.

Del análisis de las obras del filósofo y de sus declaraciones en los registros de la Inquisición de Venecia, Felice Tocco, el mejor de sus biógrafos, buscó reorganizar estos puntos de la condenación atribuyendo ésta al rechazo de los dogmas: 1) de la Trinidad, 2) de la Encarnación del Verbo, y 3) del Espíritu Santo; 4) a sus conceptos sobre la divinidad de Cristo; sobre la 5) necesidad, 6) eternidad, 7) e infinitud de la creación, y 8) sobre la transmigración de la almas. Es evidente que de los puntos mencionados arriba, el segundo y el tercero ya se hallan contenidos en el primero, y los puntos quinto, sexto y séptimo se refieren al mismo asunto.

Es posible que partiendo de las mismas fuentes y por el mismo método se realice la reconstrucción de esos puntos, lo que es del mayor interés, pues así llegamos también a una suma sintética de la parte esencial de la filosofía de Bruno. Para esto bastará tener en mente tres hechos: 1) la referencia del citado Decreto Inquisitorial; 2) los contextos del Aviso de Roma transcritos al comienzo de este artículo, considerando la herejía de Bruno ofensiva a la Virgen y a los Santos); y 3) finalmente sus simpatías y concepciones paganas, a las cuales la mayoría de los autores no les dan valor y las tienen como retóricas.

De esa manera podemos llegar a un octólogo de cuyos puntos hay corroboración en los escritos del filósofo y que probablemente fue la síntesis suprema de su obra, de la que se negó a abjurar y que firmó con la gloria de su muerte.

Los enunciamos a continuación, dando para cada punto la interpretación que le darían los jueces del Santo Oficio:

1. La Unidad de la Vida divina cuyos aspectos de expresión no deben considerarse como entidades distintas. (Lo que fue entendido como rechazo al dogma de la Santísima Trinidad).

2. La necesidad, eternidad e infinitud de la Creación Universal, por la Vida Divina Una. (Abandono del mito de la Creación, según la letra del Génesis).

3. La transmigración de las almas o reencarnación. (Rechazo de las doctrinas del castigo eterno y de la resurrección de la carne.

4. Su concepción de la divinidad de Cristo concebida como expresión plena de la Vida Divina inherente al hombre, divinizando así su propia naturaleza humana. (Rechazo a la Encarnación del Verbo y del Creador que se hace hombre).

5. El valor y la eficacia divina que atribuye a las religiones paganas. (Rechazo de la misión divina exclusiva del Cristianismo, y a la condenación de las demás religiones).

6. Equiparó a Cristo con los fundadores de las demás religiones a pesar de considerarlo como ‘pastor único, no sólo de un pueblo, sino de todos’. (Negación de la preeminencia divina de Cristo, y blasfemia por considerarlo ‘un mago’).

7. La existencia de los dioses u hombres divinos y perfectos, y su amparo para el progreso humano. (Rechazo de la tutela y del gobierno espiritual de la Iglesia y de su Congregación de los Santos, y reafirmación de un politeísmo mitológico efímero).

8. La posibilidad para los hombres de juntarse con los dioses y elevarse hasta ellos, uniéndose al Numen o Dios Interior, que es su verdadera naturaleza, por medio de la contemplación y de una vida de entusiasmo heroico. (Rechazo del dominio de las mentes y las almas por la Iglesia y por su patrón canónigo de santidad, teniendo por requisitos la absoluta devoción y sumisión).

Estas ocho proposiciones son en verdad una síntesis fiel de las enseñanzas de Giordano Bruno, según sus escritos, algunas de los cuales reafirmó ante la Inquisición de Venecia y de las que no se retractó. Al mismo tiempo corresponden a las referencias contemporáneas y, por su significación grandiosa, justifican el empeño del filósofo de mantenerlas y proclamarlas con sacrificio de su propia vida.

No se podrían condensar mejor, en unas pocas proposiciones, las enseñanzas de la Teosofía o Sabiduría Divina, tal como se profesaban en Alejandría en los primeros siglos de nuestra era por los filósofos neoplatónicos, y sobre todo por esa otra mártir de la Verdad que fue Hipatia.

Razones de sobra le asistían ciertamente a Giordano Bruno cuando en una de sus obras afirmaba profético, que al servicio de la verdad la muerte en un siglo significa la vida en los demás siglos.

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