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A la Sagrada Majestad de la VERDAD

Thomas Taylor

martes, 17 de marzo de 2009

HAY QUE SABER MORIR

Por José M. Olivares
Revista teosófica EVOLUCIÓN Año XV Marzo 1949 N. 10 Argentina.

La mayoría de la gente tiene una noción equivocada de lo que es la vida y es por eso que no la sabe vivir. Igual cosa podemos decir de la muerte. Poquísimos son los que saben lo que es la muerte y, lógicamente, cuando les llega la hora no saben morir.
El instinto de conservación, por un lado y un falso concepto de lo que ocurre cuando dejamos este mundo, por otro lado, han sido y siguen siendo los factores principales del arraigado y difundido temor a la muerte.
El instinto de conservación es un fenómeno de carácter universal, una Ley Divina, que tiende a la conservación de las formas hasta tanto se haya cumplido la necesidad de su existencia como vehículo de expresión en el plano de la materia. Cuando este vehículo ha llenado su misión o ya no sirve para actuar en este mundo, la resistencia desaparece y el instinto de conservación se debilita hasta la entrega total, tranquila y consciente. Por eso vemos en las personas en trance de muerte una mayor o menor serenidad según sea el apego que se tenga a las cosas de la vida física o según sea la resistencia que ofrezcan sus cuerpos a la desintegración. Para todo lo material, la desintegración significa aniquilamiento, y como lo material tiene también su peculiar conciencia, es comprensible que ofrezca resistencia a eso que para ella es “muerte”, desaparición, nadidad.
Se ignora que la forma no es sino un vehículo transitorio, cambiante o, si se quiere, “mortal”, que sirve solamente para expresar en el mundo físico algo que es “inmortal” como es la Vida y la conciencia que evoluciona a través de ella. Generalmente identificamos la vida, el alma, el espíritu que somos, con la “forma” en que nos expresamos y de aquí viene el “apego” a esta “forma” y el instinto de conservación que se resiste al aniquilamiento de su integridad.
Cuando sepamos bien que nosotros somos almas inmortales; que nuestros cuerpos son solamente los vestidos que utilizamos para actuar en nuestro mundo de materia, y que cada vez que venimos a este mundo, traemos otro nuevo cada vez más perfecto y más adecuado al grado de evolución que como almas vamos alcanzando, cuidaremos sí nuestros cuerpos como cuidamos nuestros vestidos para que no estén andrajosos y sucios, pero no nos resistiremos como ahora hasta el punto de querer conservar lo que está condenado por ley divina a cambiar, a transmutarse a remodelarse constantemente para que pueda seguir siendo instrumento moldeable a las necesidades de su dueño, del espíritu que mora en él y lo utiliza en este mundo, como el buzo utiliza la escafandra para investigar las profundidades del mar.
El otro factor que nos hace temible la muerte, es el falso concepto que se nos ha venido inculcando desde tiempo inmemorial, especialmente en Occidente, de lo que le ocurre al alma, el verdadero ser que en realidad somos, después de la “muerte”. Se nos habla del infierno y del “castigo de Dios” por nuestras culpas y pecados en este mundo y, naturalmente, como pecadores conscientes o inconscientes como nos sentimos, ya que estamos muy lejos de sentirnos “perfectos”, nos inquieta el “más allá” donde nos espera la implacable justicia de un Dios severo, susceptible de “santa ira”.
Se ignora que Dios es, real y positivamente, Amor, y que, por consiguiente, no pude caber en Él idea alguna de castigo ni de enojo. Dios actúa por medio de leyes inmutables y una de ellas es la “Ley de Acción y Reacción” tan sencillamente expresada por el Cristianismo con las palabras “Aquello que siembres, eso cosecharás” y por el Judaismo con su “ojo por ojo y diente por diente”, ambas tan mal comprendidas como poco practicadas.
Un padre no tiene ira ni castiga al niño que desobedeciéndole, corre, se cae y se lastima: mas bien lo ayuda amorosamente, lo levanta y lo cura si se ha lastimado. El dolor del niño no es castigo del padre; es la consecuencia de la acción del niño, quien así aprenderá otra vez lo que debe y lo que no debe hacer. Y si eso es lo que hace un padre terreno, ¿podemos temer ira o castigo de parte de nuestro “Padre Celestial” como muchos llamamos a Dios?
Es Ley Divina que a toda acción siga su correspondiente reacción y en esa Ley se halla implícita la verdad del conocido refrán: “El que la hace, la paga”. Si no fuera así, entonces sí que tendríamos que dudar de la Justicia Divina.
A estos dos factores principales: el apegamiento a las cosas de orden puramente material, y a la expectativa de lo que nos puede ocurrir después de la muerte, tenemos que agregar la ignorancia absoluta de que eso que llamamos “muerte” no es más que el transito de un estado de conciencia a otro y que ello obedece a un Plan Divino de evolución a que está sujeto todo lo que existe y que el hombre va trascendiendo por etapas de sucesivos renacimientos en este mundo.
La mayoría de los enfermos no graves, creyendo que ya les llega la última hora, se amargan, se desesperan, agrían su carácter y hacen insoportable la vida de sus familiares y enfermeros. Muchos se quejan desaforadamente para que los demás se conduelan y sufran como ellos. He escuchado en un Sanatorio cómo uno de los internados no solamente gritaba de dolor sino también pronunciaba palabras soeces e insultantes a los familiares y asistentes, sin importarle que en las piezas contiguas hubieran otros pacientes delicados.
Las personas cultas, inteligentes; los que de una manera o de otra, creen en un más allá donde, como acá, debe existir la Divina Justicia, nada temen, y esperan tranquilos el trance del abandono de un cuerpo que debe ser cambiado por otro más tarde, en su trayecto por la escala de evolución que es el Plan de Dios en nuestra Vida.
Así como debemos embellecer la Vida que Dios nos ha dado para que lo reconozcamos en todas las maravillas que nos rodean, así debemos embellecer el acto de morir que no es otra cosa que nacer en otro mundo, y que si Dios lo ha establecido en Su Plan debe ser también porque, para Su Plan lo necesita.
Saber morir es un arte y debemos realizarlo cuando nos llegue la hora, como un gozoso homenaje a los altos designios de la Sabiduría del plan de la creación.

2 comentarios:

SusuOlivaresS.A. dijo...

Mi nombre es Maria Susana Olivares y soy nieta de José María Olivares... Es la primera vez que tengo el honor de leer algo suyo. Quisiera leer todo lo que publicó. Usted podría asesorarme? Tengo una historia "casera"de un hecho insólito, acaecido entre la sede de la Biblioteca Teosófica -en Buenos Aires- y sus hijas..., luego de su fallecimiento. En la familia, no ha quedado ni un sólo escrito suyo, lamentablemente. Contando ansiosa con su respuesta, me despido de Ud. cordialmente!
Mi email: susuolivares@hotmail.com

SusuOlivaresS.A. dijo...

Mi nombre es Maria Susana Olivares y soy nieta de José María Olivares... Es la primera vez que tengo el honor de leer algo suyo. Quisiera leer todo lo que publicó. Usted podría asesorarme? Tengo una historia "casera"de un hecho insólito, acaecido entre la sede de la Biblioteca Teosófica -en Buenos Aires- y sus hijas..., luego de su fallecimiento. En la familia, no ha quedado ni un sólo escrito suyo, lamentablemente. Contando ansiosa con su respuesta, me despido de Ud. cordialmente!
Mi email: susuolivares@hotmail.com