Radha Burnier, ‘The Theosophist’, mayo del 2.000
Se dice que en los Estados Unidos dos millones de personas están ahora en las cárceles; muchas de ellas han sido apresadas por infracciones bajo efectos de las drogas, no por actos violentos. Las cárceles privatizadas están haciendo un buen negocio; lo mismo que los traficantes en drogas. Pero la causa raíz de la propagación de la adicción no parece que esté recibiendo atención. En Holanda, por otro lado, los adictos a la droga están teniendo una buena época debido a las nuevas políticas del Estado que buscan parar la actividad subterránea. Los adictos están afluyendo a esta ‘capital de la droga’ en Europa. La prohibición de los burdeles en Holanda también se ha levantado supuestamente para mejorar la salud y la seguridad. Globalmente la prostitución organizada ha crecido de modo que no tiene precedentes, con la ayuda de la nueva información tecnológica. Millones de niñas y jóvenes de los países más pobres han sido llevadas por la mafia y reclutadas con engaño o por la fuerza en lo que ahora se llama la ‘industria del sexo’.
Estos ejemplos deben cuestionarnos sobre el propósito del Estado. El profesor K.P. Mukerji, en su libro El Estado (TPH Adyar), señala que incluso bajo la constitución más democrática, el Estado es capaz de legalizar ilegalidades.
¿La legalización reduce el sufrimiento y la degradación envuelta en la industria del sexo o de la adicción a la droga? ¿No tiene el Estado la obligación de ayudar a sus ciudadanos a alcanzar niveles morales más altos y elevar la calidad de la civilización? ¿Indudablemente no debiera ser el Estado sólo una organización gigantesca para facilitar la vida material sino el elevador de la mente y del comportamiento humanos?
Mucho se ha escrito y dicho acerca del papel del Estado desde los más antiguos tiempos de Manú y de Platón hasta ahora, incluyendo su responsabilidad para mantener un orden moral e incluso fomentar el estudio y la investigación espiritual. Hemos permitido que el mundo se enferme, porque, como señaló Annie Besant, hemos hecho del Estado y de la gente entidades opuestas que ‘están en una condición de tregua vigilante y armada’. El terreno se ha hecho fértil para el conflicto entre los explotadores y los explotados, y se está ampliando la brecha entre el extremo lujo y la extrema pobreza. El que haya o no haya una constitución democrática, parece que difícilmente produce una diferencia. Incluso en las así llamadas democracias, en donde una cierta libertad se supone que existe para el ciudadano para que crezca estética, intelectual, moral y espiritualmente, hay muchas clases de opresión.
El Estado renuncia a su responsabilidad cuando las condiciones sociales y morales conducen a la violencia, a la explotación, a la crueldad organizada y a otros síntomas de decadencia. También fallan los ciudadanos para asegurar su propio bienestar y el de los demás, cuando ignoran y suprimen su conciencia y su deber moral por causa del confort y los placeres. El verdadero Estado Benefactor no complace meramente las necesidades físicas, sino debe estar preocupado por el desarrollo moral y espiritual de todas las gentes. La mutua relación entre los ciudadanos y el Estado debe estar basada en el reconocimiento de la unidad de la vida y la realización de que ‘si una parte del cuerpo sufre, todo el cuerpo siente el daño’. Como declara el Profesor Mukerji: ‘Los aspectos intelectuales, socio-morales y espirituales de nuestra vida deben integrarse en una visión sintética de la vida, y sólo entonces tendremos una filosofía política válida.’ De tal manera que
Desafortunadamente hoy en día la sociedad presiona a sus ciudadanos para que sean despiadadamente ambiciosos, y los ciudadanos conspiran con su egoísmo para que el Estado sea una máquina tiránica. Se necesita una nueva conciencia para transformar la relación entre los ciudadanos y el Estado dentro de un orden sano basado en principios morales y espirituales, y no en el logro de poder.
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