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A la Sagrada Majestad de la VERDAD

Thomas Taylor

domingo, 4 de enero de 2009

LA TEOSOFÍA POR MEDIO DEL ARTE

Jean Delville. El artista y teósofo por excelencia. Obra: Los Tesoros de Satán


LA TEOSOFÍA POR MEDIO DEL ARTE

E. Carlile

Publicado en la Revista Dharma, órgano de la S. T. México. Marzo-Abril 1965.

Las artes visuales, especialmente la pintura y la escultura, junto con la poesía, la música y el drama, en sus más grandes formas expresivas, tienen la posibilidad de llevar a nuestra conciencia algún indicio de un mundo de perfección divina, armonía y belleza, del cual normalmente apenas tenemos percepción remota. Como todas estas artes tienen la capacidad de elevar nuestra perceptibilidad, puede ser de interés el examinar un aspecto muy obvio que distingue el arte visual de las otras artes y ver cual es la vía particular en que pueden encaminarnos hacia una percepción elevada. La diferencia mayor es que la pintura y la escultura son esencialmente estáticas y silentes; y por medio de la quietud y el silencio su belleza o mensaje de armonía divina tiene para nosotros una cualidad ajena al tiempo; y si nos tornamos suficientemente perceptivos respecto del mundo de perfección en el que los opuestos se hallan en armonía, podemos percibir el impacto de esas obras de arte inmediata y directamente.
Muchos artistas han tratado de contrarrestar la limitación aparente de la quietud por medio de la creación, con variados grados de éxito, la ilusión de movimiento. Donde el movimiento se ha vuelto compuesto porque su idea subyacente es mayor que él, el artista probablemente ha alcanzado el éxito; pero tal vez aquellos que han comprendido mejor las posibilidades en la limitación de su medio son aquellos que han hecho uso de él creando imágenes que a través de su quietud expresan la potencialidad y la posibilidad de movimiento infinito. Si miramos obras de arte de los mejores períodos de la escultura egipcia y budista, podemos ver los ejemplos de esto, pues que sus creadores comprendieron esta limitación del medio e hicieron bellas y arrobadoras imágenes que parecen estar mirando la eternidad en contemplación silenciosa. Esta es quietud potente y poderosa que contiene en sostenido reposo las posibilidades de todos los ritmos y todo movimiento. Es como si en virtud de la visión que el artista nos ha dado, nosotros pudiéramos mirar fijamente (siquiera sea momentáneamente) la unidad omniabarcante de la eternidad.
La grande obra de arte, por lo tanto, puede ser un punto focal por medio del cual podamos comprender lo divino que se halla más allá, o alternativamente él puede hacer brotar desde lo profundo de nosotros mismos un sentir de lo divino que yace en lo hondo de lo interno. Así como el sacerdote al celebrar sus rituales se convierte en canal para el derrame de las fuerzas divinas sobre los hombres, de igual manera el grande artista puede con su creación convertirse en punto focal a través del cual puedan fluir la armonía perfecta y la belleza divina –belleza que es sublime y aterradora. En un solo momento de tiempo el observador puede volverse consciente de la unión de fuerzas contrarias en un todo armónico. El impacto en él puede ser tal que los procesos intelectuales de percepción sean desechados. En su lugar, el observador se convierte en parte de un proceso de doble vía entre la idea inherente en la creación del artista y la correspondiente del mismo. Este proceso de comprensión directa, estando más allá del pensamiento y sus complejidades, yace fuera del tiempo. Repentinamente el observador puede experimentar esta sensación: “Lo se –eso es así, es así como es- esto es sin duda verdad y belleza”. Con este conocimiento repentino viene la certeza; para él, el observador, el impacto visual estético ha alcanzado significación más allá de la lógica y la razón.
Todos nosotros no podemos ser conmovidos de esa manera por la misma obra de arte. Con nuestra infinita variedad de complejidades humanas y nuestros gustos y desagrados es imposible que todos podamos responder de igual manera. Afortunadamente la gran variedad de obras de arte asegura que hemos de ser atraídos por aquellas que evoquen respuesta favorable en nuestro interior.
¿Qué es lo que el artista hace por nosotros y cómo ha conseguido abrir para nosotros la visión de otras dimensiones por medio de sus creaciones? El ha aprendido sea por medio del conocimiento de su maestro, sea en virtud de su percepción innata, a seleccionar lo que da la significación más grande a fin de expresar las ideas que él siente ser el factor importante que subyace allende nuestro mundo manifestado, ideas que pertenecen a la esfera de lo ideal o lo perfecto. El ideal es siempre aquello que está fuera del alcance o más allá de nuestra obtención; y de este modo tenemos preceptos de percepción que, como el caso de los egipcios y los griegos, sugieren la posibilidad de un hombre ideal, el hombre perfecto, semejante a Dios, y no el ser imperfecto de cada día que la mayor parte de nosotros mostramos ser en comparación con esas idealizaciones. Según dijo Goethe, “Nosotros debemos pintar la Naturaleza no como ella es, sino como ella ha de ser”. El artista o escultor ha de cortar sin piedad lo superfluo, y ha de dar énfasis a lo esencial y más bello en potencia hasta alcanzar ritmo y armonía que den verdadero significado a su creación. Esto ha de requerir muchas y variadas formas en tiempos diferentes; y a menudo hay correspondencia interesante entre la visión de un gran artista y las ideas de los sabios que en alguna manera las unen. Tomemos como ejemplo al artista comparativamente moderno, Vincent Van Gogh, y miremos sus últimas obras. Vemos un movimiento ondulante, vibrante y rítmico que surge a través de todas sus formas, un ritmo único según su propia visión, en el que las rocas parecen tener movimiento, y los árboles, los campos y las nubes parecen estar a punto de estallar en remolino de llamas que quisieran llevarse al hombre consigo. Esta cualidad que él encontró en la naturaleza debe recordarnos al filósofo griego Heráclito, quien sostenía que “todo está en estado de flujo”. También parece que esto tiene algo en común con los recientes descubrimientos de la ciencia.
Cuanto más pura, directa y en cierto modo pueril en su incondicionalidad es la visión del artista, tanto mayor es la posibilidad de que él nos abra los ojos en la dirección de mundos desconocidos. Esto no se refiere al descarte de todas las enseñanzas del pasado y a interesarse puramente en fragmentos de lo inconsciente, sino a una verdadera concepción capaz de hacer uso de lo condicional que todavía permanece incondicional. Descartar el pasado no ha de resolver nada si no tenemos la capacidad de ver el presente. Lo que tenemos del pasado es herencia nuestra, especialmente en las artes visuales, y ello puede ser herramienta útil que puede emplearse con ventaja si solamente somos capaces de hallar, por medio de la percepción discerniente, los indicios a través de las edades, hacia la realidad y la verdad, indicios que fueron dejados por nuestros predecesores, cuya perspicacia puede haber sido mayor que la nuestra. Así pues, es por medio de esos indicios que examinamos la acumulación de obras de arte visual.
Los excelentes ejemplos del empleo consciente de la pintura para ayudar al hombre a conocerse a sí mismo y de ese modo llegar a conocer la sabiduría de Dios, son los mandalas de la India y el Tibet (pinturas simbólicas basadas en la estructura de la cruz dentro del círculo) y los iconos de la Iglesia Ortodoxa Griega. Aquellos que pusieron en servicio activo a los creadores de esas pinturas fueron plenamente conscientes de las fuerzas potentes que pueden liberarse en el hombre y ser usadas por él al mirar imágenes y símbolos.
Dentro del rígido marco de la tradición, exacto en sus demandas y litúrgico en su aplicación, el pintor de iconos o imágenes llegó a orientarse hacia la expresión de la espiritualidad por medio de la aplicación concentrada de su imaginación en el área limitada de libertad que le era permitida dentro de esa estructura. Libre de la ansiedad de lo que debía pintar y cómo debía pintar, él pudo poner en acción lo mejor de su habilidad en la actual obra de pintar, sumergiendo en ella su identidad al ejecutarle.
En nuestros días el artista, por la mayor parte, depende para su supervivencia en el desarrollo del culto de la personalidad y requiere tiempo para los detalles del experimento de cómo pintar. La moda en el arte no representativo deja ver que en grande medida él no sabe qué pintar. Esto no sucedía con los pintores de iconos y mandalas, quienes, trabajando dentro de sus tradiciones fijas, sabían lo que se requería de ellos. Dedicando su trabajo a la gloria y sabiduría de Dios, fueron capaces de dar de sí mismos lo mejor y, al hacerlo, nos dicen los estudiantes de estas materias, encontraron libertad espiritual profunda y verdadera. El profesor Giuseppe Ticci en su libro Teoría y Práctica de los Mandalas tiene puntos interesantes con respecto a las posibilidades liberadoras del mandala y la libertad a encontrarse dentro de su rígida estructura. Por ejemplo:
Cuando el artista indiano o tibetano diseña un mandala, no obedece el mandato arbitrario del capricho. El sigue la tradición definida que le enseña como representar, de manera especial, el mismísimo drama de su alma. No representa en el mandala las imágenes frías de un texto iconográfico, antes bien vierte en él los fantasmas de su ego subconsciente y de ese modo los conoce y se liberta de ellos. El da forma a ese mundo que siente agitarse en su interno y lo ve apartarse ante sus ojos, dejando de ser por más tiempo el amo invisible y desenfrenado de su alma, convirtiéndose en representación simbólica y serena que le revela el secreto de las cosas y de él mismo. Esta complicada yuxtaposición de imágenes y su disposición simétrica, esta alternación de calma y figuras amenazadoras son el libro abierto del mundo y el propio espíritu del hombre.

The Theosophist. Adrar, Agosto 1962.

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